A mediados de 1829, una caravana de españoles guiada por Antonio Armijo establecía por primera vez un itinerario desde Texas a Los Ángeles. Cerca ya de su destino hicieron una parada en medio del desierto. En el transcurso de aquel descanso, el joven Rafael Rivera se alejó del grupo, y tras algunos minutos caminando, descendió a un valle en el que encontró un oasis, ricos manantiales que creaban extensas áreas verdes que contrastaban con el desierto que las rodeaba. Ante esa visión, Armijo anotó en su mapa un nombre para aquella zona: Las Vegas.
Pero tuvo que pasar más de medio siglo hasta que se sentaron las bases para el nacimiento de una ciudad allí. El 15 de mayo de 1905, tras la imposibilidad de mormones y granjeros de reducir a las tribus indias que vivían en la región, el Gobierno de los Estados Unidos decidió subastar ciento diez acres de aquella tierra baldía en medio del estado de Nevada. El objetivo era conseguir que un grupo humano se estableciera allí y, a partir de sus necesarios servicios al ferrocarril, cuya todopoderosa empresa regentaría la zona, fuese surgiendo una nueva comunidad. Ese mismo día ha pasado a la historia como el de la fundación de la ciudad de Las Vegas.
La calle principal en el poblado minero de Las Vegas, a comienzos del siglo XX.
Al calor del volumen de trabajadores y aventureros que acudía a la ciudad, la empresa del ferrocarril presionó al estado de Nevada para que legalizase el juego en los casinos. A regañadientes, el Gobernador aceptó. No sólo era una buena forma de mantener ocupados a los hombres ociosos, sino que aquella petición se presentaba además como una propuesta lucrativa para el gobierno local.
A pesar de todo, Las Vegas no dejaba de ser un pueblo polvoriento en medio de ninguna parte, con unos pocos locales de mala muerte que ofrecían su desvencijada ruleta y sus tapetes para que unos miles de trabajadores se dejasen sus escuálidos salarios jugando a las cartas o los dados. En un principio, ni siquiera a la Mafia, que acudía con premura allí donde creía que podría sacar tajada, le parecía que aquella ciudad pudiese llegar a algo. ¿Quién iba a querer pasarse varios días sudando para ganar o perder unos pocos dólares? Después de todo, allí sólo había familias trabajadoras.
Pero Ben Bugsy Siegel no veía las cosas del mismo modo. El jefe del crimen organizado de Los Ángeles era, entre otras cosas, un soñador. Hombre inquieto y de gatillo rápido, Bugsy aseguraba que había tenido una visión durante una parada en medio del desierto, de regreso a su ciudad tras “liquidar” un asunto pendiente. Mirando la inmensidad y desolación de aquella tierra, de pronto la vio convertida en el Monte Carlo americano. Grandes edificios, luces de colores, coches de lujo, juego, alcohol, mujeres y dinero, mucho dinero. Bugsy estaba al tanto de las recientes innovaciones en el terreno del aire acondicionado, que permitiría vivir en un complejo de ocio en medio del desierto a una temperatura agradable mientras más allá de sus muros se alcanzaban los cuarenta grados centígrados.
Bugsy Malone, Virginia Hill, Mayer Lansky y Charlie Lucky Luciano.
A través de su viejo colega, el alto cargo mafioso de la Costa Este Meyer Lansky, Bugsy logró convencer a Charlie Lucky Luciano de la viabilidad del proyecto, y el gran Don de la Cosa Nostra le dio a Siegel un millón de dólares para construir un hotel de lujo con un gran casino. Pero Bugsy no se resignó a una construcción al uso. Quería las líneas y materiales más innovadores. En la América de la posguerra, transportar y construir unas instalaciones de esas características a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana resultaba bastante caro, por lo que, al final, el presupuesto se disparó de tal modo que Siegel, ante las presiones de Luciano para que terminase de una vez, decidió vender acciones de participación en el hotel. Llegó a vender un cuatrocientos por cien. Al margen del escándalo que supuso aquella estafa, cuando el hotel Flamingo abrió sus puertas en 1946, la fiesta de inauguración fue un rotundo fracaso. Ninguna de las estrellas esperadas se presentó.
El Flamingo, durante su construcción y algunos años después de su inauguración.
Poco antes habían abierto sus puertas el Rancho Vegas y el Golden Nugget. Unas semanas después de la apertura del Flamingo, el estado de Nevada establecía los primeros impuestos a la industria de los juegos de azar. Bugsy veía en todo aquello buenas señales. Rogó por una segunda fiesta de inauguración, en otra época más propicia. Lo intentó en Navidad, pero a pesar de contar con algo más de asistencia estelar, el hotel y el casino seguían sin dar dólares. Su suerte estaba echada. Además, su amante, Virginia Hill, por quien el hotel llevaba el nombre de Flamingo (así la llamaba Bugsy en la intimidad) había conseguido derivar a su cuenta privada varios de los millones del presupuesto. Los jefes de la Habana, donde Luciano residía desde hacía años, no quisieron oír excusas. La noche del 20 de junio de 1947, mientras veía una película en el salón de su casa de Los Ángeles, dos ametralladoras Thompson escupieron sus cargadores sobre el mafioso soñador.
Una fotografía policial del asesinato de Bugsy Siegel.
Irónicamente, no pasaría mucho tiempo antes de que las predicciones de Ben Siegel se viesen cumplidas. El esplendor de Hollywood tras la guerra hizo que viviera durante los años cincuenta una segunda edad de oro. Pero en Los Ángeles no sólo había cine. También había música, construcción, universidades… Toda una ciudad floreciente que, al fin y al cabo, tenía que divertirse. Y a sólo unos kilómetros, en Las Vegas, encontraban la mejor y más variada oferta de todo el país para pasar su tiempo libre. De hecho, se trataba de una propuesta que sólo podían disfrutar allí.
A lo largo de esa década abrieron sus puertas el Sands, el Desert Inn, el Sahara y el Riviera, entre otros, y tras ellos, sin excepción, estaba la Mafia. Algunos creyeron entonces que la visión de Siegel había sido cierta. Aquel desierto se había convertido en el paraíso. Las familias mafiosas se movían a sus anchas en aquella ciudad donde el juego era algo legal, mientras el alcohol y la prostitución se desarrollaban también sin freno.
El Strip, la avenida principal, parecía el escenario de una vieja película infantil de la Metro. A un lado y a otro de la calzada, grandes casinos anunciaban en sus luminosas marquesinas los espectáculos de los artistas más relevantes del momento. A ellos asistían a su vez los actores, cantantes, directores, escritores, artistas y modelos más conocidos. Tras el show, todos se dejaban una parte sustanciosa de su sueldo en el casino. Y los que ganaban, despilfarraban ese dinero en el bar o las tiendas del hotel. De una forma u otra, la casa siempre ganaba. Después, ya en la habitación, con un trato por parte de la gerencia como no se recibía en ninguna otra ciudad, cada uno ahogaba sus penas dando rienda suelta a sus fantasías más ocultas. Después de todo, no había nada imposible en Las Vegas.
Sin embargo, aunque ya podían vivirse grandes experiencias en la ciudad, Las Vegas no alcanzó su momento álgido de magia, su halo de ciudad “7/24” (siete días a la semana, veinticuatro horas al día), hasta que Frank Sinatra y su “pandilla de ratas” decidieron establecer en el Hotel Sands su base de operaciones para conciertos, películas y fiestas memorables. Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr., juntos o por separado, ofrecieron una nueva forma de entender y disfrutar los espectáculos en aquellos hoteles. Aunque hubo otros antes, fue tras el éxito del Rat Pack allí, especialmente entre 1960 y 1963, cuando la ciudad comenzó a sentarse verdaderamente como el paraíso del vicio y la diversión.
Sammy Davis, Frank Sinatra, Dean Martin y Joey Bishop, en el escenario del Sands, bromeando con Shirley MaClaine, hacia finales de 1961.
La ciudad tendió no obstante hacia la dulcificación pocos años después. En el segundo lustro de los sesenta grandes magnates habían comenzaron a adquirir algunos de los complejos hoteleros de la ciudad, casi siempre respaldados por importantes multinacionales. Con esto, el reinado de la Mafia comenzaba a peligrar. Los nuevos dueños de la ciudad jugaban con otras reglas y su objetivo era, pro encima de todo, los beneficios. Con el paso de los años, Las Vegas iría rebajando su nivel de “exigencia” para con sus clientes y la “ciudad del pecado” iría convirtiéndose cada vez más en un divertido destino familiar, adaptando también para ello su propia imagen con construcciones y decoraciones que competían en horterismo y extravagancia. Había más gente joven en las salas, multitud de chicas deseando ver a los ídolos de moda, como el salvaje Tom Jones o sobre todo Elvis Presley.
Además, en el segundo lustro de los sesenta, grandes magnates habían comenzado a adquirir algunos de los complejos de la ciudad, casi siempre respaldados por importantes multinacionales. Con esto, el reinado de la Mafia comenzaba a peligrar. Aquellos tipos jugaban con otras reglas.
El Strip, a finales de la década de los sesenta.
Más adelante, a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, las grandes multinacionales comenzarían a adquirir los viejos casinos y a edificar complejos que se acercaban más a un parque de atracciones que a lo que siempre habían sido los hoteles de Las Vegas. Al Mirage, que abrió sus puertas en 1989, le siguieron el Excalibur (con forma de castillo medieval), el Paris (un palacio francés) o el Luxor (una pirámide). Ante familias con pantalón corto y gorras de McDonald’s, ¿qué podía hacer la vieja Mafia? En Las Vegas se seguiría desplumando a la gente, pero de otra forma.